Como un mensaje desde un lugar que tiene toda la información sobre todas las cosas, aparecí en esa escena, pero sin personajes solo con verdad. Una escena que me descolocó la vida, me abrió un agujero en el pecho y sentí que me estaba tragando…
No sé qué fue. Fue inmensidad, atracción, miedo, rechazo, ver algo muy profundo, amar y temer a la vez. Estar ahí me descolocó todas las certezas, me desparramó todas las preguntas y me dejó en blanco. Es inexplicable lo que sentí, me sentí terriblemente vulnerable.
Me sentí vista como nunca nadie antes me había visto. Y no necesitó decírmelo, lo vi en sus ojos, fue un espejo brutal, salvaje, tierno y suave simultáneamente. Un espejo donde me vi y tuve mil sensaciones a la vez. No entendí nada, me angustié…
Hablamos un rato largo. Fue terrible tener que volver a la realidad luego de eso porque dudaba de quien era pero, a la misma vez, mi voz interna me calmaba y me daba confianza.
Mi intuición está desorientada, me dice que salga ya de ahí y a la vez que me meta hasta el cuello. No fue cualquier interacción, fue un choque de espejos. No fue que me haya mostrado algo de mí, sino que su presencia parece haber encajado como llave en una cerradura que ni sabía que estaba cuidando. Por eso lo que me pasó fue tan corporal y tan mental al mismo tiempo: el agujero en el pecho, la mezcla de miedo y atracción, la sensación de despojo de certezas.
Todo me sacó de la narrativa en la que me movía con seguridad, esa en la que soy la que analiza, la que lee al otro, la que pone en palabras lo que pasa. Y me puso en un lugar donde no tenía lenguaje. Allí fue donde apareció la vulnerabilidad extrema, porque no podía protegerme con la cabeza ni con mi propio discurso, y porque, sin decir nada, dejó claro qué vio.
Pero la contradicción que sentí, eso de salir corriendo y meterme hasta el cuello, no es un fallo de intuición, sino una señal de que estoy frente a algo que toca fibras muy primitivas. El deseo de fusión y el terror a la pérdida de control. En situaciones así, la mente busca salidas rápidas, “huí”, y entradas totales, “entregate”, pero ninguna de las dos es estable.
Me vi ahí frente a mí misma y quería abrazarme, llorar, reírme, besarme, apretarme… todo. Fue una experiencia de reconocimiento radical. No fue un reflejo pensado, sino el encuentro con una forma que me contenía y me devolvía, en un plano que no pasa por la razón. Lo que mi cuerpo registró fue una coincidencia de vibración, una misma frecuencia emocional, la misma textura de mirada, la misma respiración interna. No es que haya visto otra versión de mí, sino que por un instante no hubo distancia ni frontera.
Este tipo de encuentro raro y tan potente desarma las categorías habituales. La de identidad, por ejemplo, porque lo que creía que era “yo” y “otro” se mezcló. Lo que sentí no se puede clasificar como “amor”, “atracción” o “ternura” porque es todas a la vez. La del tiempo… y es que no importa cuánto pasó, se siente como si siempre hubiese estado ahí. Por eso el impulso fue tan físico: abrazar, llorar, reír, besar… mi cuerpo quiso cerrar el círculo de esa unión a la distancia, como si al contacto se completara algo pendiente desde antes de conocerse.
El momento en que más me vi, vi a través de ella y dije: te veo y puedo ver adentro tuyo. No puedo explicar cómo pero lo veo, veo una ternura increíble detrás de un muro de seriedad y distancia… y al decirlo lo dije como si me lo dijera al espejo y me embargó la sensación de que había que dejar salir esa ternura.
La conversación se convirtió en un acto de revelación simultánea. Mientras le ponía palabras a lo que veía, estaba excavando en mí. No es una metáfora, mi sistema nervioso registró que lo que percibía era idéntico a algo que llevo adentro, tan escondido que sólo se deja ver cuando alguien lo encarna frente a mí.
Decirle “veo una ternura increíble detrás de un muro” fue, en realidad, un permiso indirecto que me estaba dando a mí misma para abrir la compuerta. Y por eso el impacto fue corporal, emocional, innegociable. No fue un simple momento de empatía. Fue un efecto espejo en estado puro, de esos que descolocan porque traen una evidencia: no hay tiempo para seguir postergando esa ternura.
Paralelamente me embargó un llanto tan profundo que parece no venir de mí. Las cosas que me dijo me dolían, me cuidaban y me atacaban a la misma vez. Sus palabras me provocaban amor, ira, dolor y ternura…
es increíble e indescriptible de forma total y completa esa escena.
Fue como la experiencia de un vínculo arquetípico, de esos que no se explican solo por historia personal sino por algo más profundo, casi ancestral. Es como si, en ese momento, hubiera estado dialogando con una figura que concentraba múltiples roles: guerrera, madre, hermana, guardiana, rival, aliada, maestra… todas en una. Por eso el llanto no parece venir de mí, porque no pertenece únicamente a mi biografía individual. Es un llanto que viene desde un fondo compartido, de capas viejísimas de memoria emocional, como si estuviera llorando también lo que otras que antes que yo tampoco pudieron o se atrevieron a sentir.
La mezcla de cuidado y ataque que percibí es típica de esas interacciones que son un desafío porque rompen la lógica de blanco o negro, ahí el amor duele y el dolor cuida. Y esa ambivalencia es tan intensa que no hay manera de encapsularla en un solo sentimiento. Es literalmente un desborde de sentidos, que exige ser habitado antes que explicado. Esto no se olvida ni se resuelve como un problema. Se integra, y en ese proceso una se da cuenta de que ha visto y ha sido vista de una forma que rara vez se repite.
El llanto fue angustia profunda pero también emoción de reencuentro. Fue llanto que sin lágrimas, ahoga en un mar que te arrastra… si no tuviera tantas palabras para describirlo ni siquiera podría entender qué carajos fue lo que me pasó y me estaría muriendo sin poder respirar… Lo que describo parece casi un “estado alterado de conciencia emocional”. Una mezcla de asfixia y revelación, de dolor que a la vez es bálsamo.
Ese llanto sin lágrimas existe como fenómeno real. Sucede cuando el cuerpo está en respuesta emocional máxima, pero la descarga física (las lágrimas) no aparece, entonces la tensión queda adentro y la sensación es de ahogo. Es como si todo el caudal emocional estuviera ocurriendo a un nivel interno, en oleadas, sin la válvula de escape que habitualmente nos da el llanto.
La imagen del mar que me arrastra no es solo poética, hay un componente somático: la opresión en el pecho, la respiración contenida; y otro simbólico: la fuerza de algo mayor que yo, incontrolable, que me sumerge en una verdad que no pedí pero que igual me encontró. Que tenga la capacidad de ponerlo en palabras es, literalmente, lo que evitó que ese mar me ahogue del todo. Fue mi manera de hacer orilla en medio del oleaje. Sin ese recurso, sí, hubiera sido como estar muriendo un poco.
En el momento posterior sentí que quería que me hable de nuevo inmediatamente y a la vez no quería volver a saber nada de ella nunca más.
La tristeza que me embargaba me daba tanta paz que no entendía una mierda. Parece la contradicción pura de un vínculo que no es solo con alguien sino con la parte de mí que vi ahí. Quería que reaparezca porque su presencia era la llave de algo que me estremeció, pero también quería que se quede lejos porque su ausencia era el santuario donde esa emoción seguiría intacta. La paz que me dio la tristeza sería rara solo si pienso la tristeza como algo que hay que erradicar. Pero lo que tuve no fue tristeza que aplasta, sino tristeza habitada, estuve dentro de ella, la reconocí, no me asustó. Y en ese estado, duele y calma a la vez, porque todo está suspendido en un mismo latido.
Por primera vez en mi vida todo se sintió correcto y en su lugar y tengo la sensación de que a partir de esta escena nada va a ser igual nunca más. Porque esta certeza sin necesidad de pruebas es un umbral. Y no importa cuánto dure o cómo se transforme, ya lo crucé. Y es que cuando algo se siente correcto y en su lugar por primera vez, no es porque todo afuera haya encajado, sino porque adentro dejamos de empujar en contra.
Y esa alineación interna cambia la lectura del mundo. Las mismas cosas que ayer parecían comunes hoy parecen señales, las mismas heridas ya no son solo heridas, las mismas ausencias no son vacíos sino espacios. No voy a volver a ser igual porque ahora conozco la textura de estar en mi centro. Podré alejarme, distraerme, incluso olvidarlo por momentos… pero no voy a poder des-sentirlo.
¿Cómo es que puede sentirse contracción y expansión a la misma vez? Se sienten como fuerzas que, en lugar de anularse, se entrelazan. La contracción es la parte que se encoge para protegerme, que guarda, que concentra la energía hacia adentro. La expansión es la parte que se abre, que se rinde, que se deja atravesar. Cuando las dos ocurren juntas, no hay equilibrio inmóvil, sino una tensión vivaque sostiene la intensidad. Es como una ola que retrocede y avanza al mismo tiempo. Me aprieta el pecho pero me llena de aire, me arranca lágrimas pero me agranda la mirada. Pero… ¿cómo puede pasar que un momento se viva como opresión y liberación al mismo tiempo? La contracción sostiene y contiene, la expansión abre y desborda y el cuerpo registra ambas tensiones como parte de un mismo latido.
Lo que describe esta sensación que identifico como “fuera de este plano” es justo eso: un pie en lo físico y otro en algo que parece escrito en un código que no es de este mundo. Yo sabía desde el mismo momento en que recibí ese primer mensaje que me iba a pasar esto. Esto que ahora me está explotando adentro. Una mezcla de atracción irrefrenable y bronca. Lo que enoja es que esa sensación te expone, te saca de control, te rompe las defensas que tenías para no sentir tanto.
No es algo tranquilo ni previsible. Es algo que no pide permiso, que se cuela donde no lo esperabas y que trae su propio caos, que se siente peligroso. Y en mí, que sé analizar todo y ponerlo en orden, eso se siente como si la vida me hubiese corrido los muebles y cambiado las cerraduras en una noche. Inevitable y peligroso a la misma vez. Como si supiera que voy a estrellarme de frente con un camión y no pudiera volantear. Esa es la sensación que me embarga: se me dio vuelta el mundo. Lo que siento no es un miedo tibio, es una certeza de impacto. No hay freno, no hay volante, no hay cálculo que valga. Sé que viene y, en vez de esquivar, algo en mí quiere ver qué pasa cuando choque. Y que se me haya “dado vuelta el mundo” no es metáfora romántica, es literal, se me cambió cómo percibo todo y el mapa que tenía para moverme en la vida ya no sirve.
Los muebles están en otro lugar, las puertas llevan a espacios que no conocía, y el aire que respiro ya no es el mismo. Y esto es tan peligroso porque pone en jaque la versión de mí que sabía cómo sobrevivir.
Y es tan inevitable porque esa misma versión no quiere seguir sobreviviendo, quiere vivir. Pero ahora todo lo que sé no me sirve para nada. Y no quiero saber nada, eso es lo mejor, solo quiero estar acá, sentir.
Esta yo que está acá ahora ya no es la misma de antes de esa escena. Es alguien que experimentó la metamorfosis en tiempo real. Lo que me pasó fue un fenómeno que agarra tu sistema nervioso, tu memoria, tu sentido del yo, y los reorganiza sin pedir permiso. Por eso no necesito saber nada, porque el saber, el que sirve para medir, ordenar, prevenir, es parte del viejo mundo que se acaba de derrumbar. Lo único que tiene sentido ahora es la experiencia pura, cruda, sin traducción.
Me encuentro en una disyuntiva. Por un lado, quiero seguir volviendo allí. Y por otro, quiero irme en la dirección opuesta lo más rápido posible. También quiero ambas cosas a la vez, porque se siente como dos fuerzas que se potencian. Una misma energía que quiere avanzar y huir al mismo tiempo, y lo que genera es vértigo porque mi cuerpo está en modo acelerador y freno a fondo simultáneamente.
Una parte de mí está programada para reconocer el peligro y evitarlo. La otra reconoce que ese mismo peligro es la puerta a algo que no voy a encontrar en ningún lugar conocido. Es como si la vida me hubiese dado un salvavidas y un yunque al mismo tiempo, y yo no tuviera claro cuál es cuál. Cualquier dirección que tome, no sería por escapar o acercarme, sino por intentar mover la energía que ahora mismo está atrapada entre el impulso y el miedo. Porque lo insoportable es no moverme.
Este doble impulso es una respuesta natural a un estímulo emocional que mi sistema nervioso percibe como muy intenso y ambiguo. Psicológicamente, se llama conflicto de aproximación-evitación y se da cuando algo te resulta a la vez altamente deseabley altamente amenazante para tu equilibrio interno. La parte de aproximación se activa porque la experiencia promete placer, conexión, intensidad, novedad. La parte de evitación, porque el instinto de autoprotección detecta un riesgo: pérdida de control, dolor futuro, vulnerabilidad, exposición. Y en estos casos, la tensión no se resuelve “en frío”, pensando qué conviene. El sistema nervioso lo procesa como una situación de alto voltaje emocional y muchas veces se avanza aun sabiendo que hay riesgo, porque la intensidad secuestra la lógica.
Y en ese avance con riesgo, siento que volví a mí. Volví a casa y ya no se siente todo épico y necesario. Soy yo de nuevo, escribo, vuelvo a ser palabras. El vértigo me mareó, me confundió, sentí mil cosas y me perdí en una niebla que me retuvo inmóvil en mi propia mente otra vez… Pero luego de la escena, lentamente todo se acomodó. Entendí quién era, quién siempre fui y qué necesitaba: a mí. Tan simple como eso, solo a mí. Y todo fue como tenía que ser. Dormí, y cuando abrí los ojos ya estaba otra vez en casa.

Vértigo
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