¡Seamos empáticos, no debatamos!
Vi un meme hace poco que era una imagen de alguien meditando, en postura zen, con un amanecer de fondo y tenía un texto que decía: “Yo diciendo ‘oki’ en vez de ponerme a discutir con… [ponga el estereotipo de persona con la ideología política contraria a la suya aquí]”. Me causó gracia, pero también me hizo pensar. Porque ese “oki” no es empatía, es renuncia. Es saber que cualquier intento de debatir va a ser interpretado como violencia. Entonces se evita el conflicto, pero no por comprensión del otro, sino por agotamiento o por temor a la reacción. Y eso, que socialmente puede verse como empatía, en realidad, es evasión. Es una forma de no enfrentar la diferencia, no porque se acepte, sino porque se quiere esquivar las consecuencias.
Vivimos en una época en la que la empatía ha sido vaciada de su significado original. Se supone que la empatía no implica necesariamente acuerdo o validación, sino comprensión desde una posición de alteridad. Es decir, implica reconocer la diferencia sin necesidad de anularla ni absorberla. Ser Empático es comprender al otro, ponerse en su lugar, aceptar la diferencia. Sin embargo, en la práctica, la empatía se ha convertido en algo muy distinto. Ya no se trata de entender al otro, sino de no cuestionarlo. Se confunde empatía con aceptación incondicional, con no incomodar, con asentir sin debatir o con ignorar lo incómodo.
La dificultad para aceptar la diferencia no algo actual, pero se está llevando a un nivel completamente nuevo. El problema tiene raíces profundas en la evolución de nuestras sociedades, en la forma en que nos educamos, en cómo nos relacionamos con la verdad y en los mecanismos que hemos desarrollado para gestionar el conflicto.
Desde una perspectiva evolutiva, los humanos han desarrollado una tendencia natural a agruparse con quienes comparten sus mismos valores, costumbres y formas de pensar. Esta necesidad de pertenencia, que en su momento fue clave para la supervivencia, generó un sesgo cognitivo que nos hace desconfiar de lo que es diferente. Estudios en psicología social, muestran que el ser humano tiende a dividir el mundo en “nosotros” y “ellos”. Cuanto más marcadas son las diferencias, más difícil es la convivencia sin generar tensión.
Otro factor clave es la progresiva eliminación del conflicto en la vida cotidiana. En los últimos años se ha establecido la idea de que la empatía consiste en aceptar todo sin oposición, en validar todas las posturas sin entrar en contradicciones. Esto ha generado una paradoja: en nombre de la inclusión y el respeto, estamos eliminando el debate. No porque entendamos mejor a los demás, sino porque nos resulta más fácil evitar la incomodidad de pensar y argumentar.
Desde la filosofía se ha trabajado sobre esto, explicando cómo el miedo y el rechazo al conflicto pueden debilitar la democracia y la capacidad de la sociedad para generar pensamiento crítico. La renuncia a la diferencia también está relacionada con la transformación de la verdad en algo subjetivo y maleable. Durante siglos, la verdad se consideró algo que debía buscarse a través de la razón, la evidencia y el debate. Hoy, en cambio, la verdad se ha vuelto secundaria frente a la validación emocional. Lo que importa no es lo que es cierto, sino lo que se siente bien y nos sentimos mejor cuando no tenemos que esforzarnos, cuando se nos da una versión simplificada de la realidad, sin la fricción de tener que cuestionarnos o adaptarnos a una perspectiva diferente.
La tecnología de las inteligencias artificiales ha reducido nuestra capacidad para el pensamiento profundo y la argumentación prolongada, al ofrecer respuestas inmediatas y al eliminar los matices del debate humano. Preferimos una interacción en la que no haya riesgo de incomodidad, donde no haya que gestionar emociones reales ni lidiar con la incertidumbre de lo que el otro pueda responder.
Esta comodidad nos está llevando a una sociedad cada vez menos dispuesta a tolerar la disonancia cognitiva. En lugar de aceptar la diferencia y aprender de ella, estamos diseñando espacios donde no hay que enfrentarse a nada que desafíe nuestra visión del mundo. La inteligencia artificial no es el origen de esto, pero está acelerando la tendencia y haciendo que la posibilidad de evitar la diferencia sea más accesible y tentadora que nunca.
En conclusión, la incapacidad de aceptar la diferencia es un problema viejo, pero la IA lo está llevando a un extremo peligroso. Nos está entrenando para vivir en un mundo donde la diferencia es opcional, donde podemos elegir rodearnos solo de lo que nos es cómodo, sin el esfuerzo de confrontar lo ajeno.
Si seguimos por este camino, nos enfrentamos a un futuro donde la “empatía” no será más que una confirmación de lo que ya creemos, donde el diálogo se reducirá a monólogos disfrazados de conversación. Y lo más preocupante no es que la IA sea incapaz de darnos algo diferente, sino que somos nosotros quienes cada vez queremos menos esa diferencia.

La empat-IA
Para intentar buscarle una salida, no solo hay que mirar qué nos trajo a este punto sino cómo ha cambiado el eje del problema. La historia está llena de intentos de erradicar lo que no encaja en un modelo único de pensamiento, ya sea por razones religiosas, políticas, culturales o económicas. Pero, aunque hoy se hable mucho de diversidad e inclusión, la tendencia a eliminar la diferencia sigue existiendo, solo que ahora opera bajo mecanismos más sutiles. En la actualidad, en lugar de suprimir la diferencia, hemos encontrado una nueva forma de neutralizarla, eliminando el conflicto.
No se trata de aceptar realmente al otro, con sus ideas, contradicciones y desafíos, sino de generar un espacio donde nadie contradiga a nadie. Así, el resultado no es esa sociedad homogénea que históricamente se ha buscado, sino una sociedad hiperfragmentada, donde cada persona o grupo habita su burbuja y deja de comunicarse con los demás. Si antes el problema era la imposición de un pensamiento único, ahora el problema es la imposibilidad de construir un marco común para el diálogo.
No es que se quiera uniformizar el pensamiento eliminando la diferencia, sino que se están fragmentando los espacios de interacción para que cada uno pueda refugiarse en su propio nicho sin confrontar lo ajeno. Esto lo podemos ver claramente en varios fenómenos actuales. Por ejemplo, en lo que se denomina cámaras de eco digitales, este fenómeno ocurre principalmente en las redes sociales y en plataformas de contenido, donde los algoritmos personalizan lo que vemos según nuestras preferencias previas. El resultado es que cada usuario queda atrapado en un circuito de información que le da la sensación de que su visión del mundo es la de la mayoría y por tanto la más válida. Así llegamos a creer que el mundo es homogéneo cuando en realidad solo estamos viendo lo que “queremos” ver.
Entre otras de las consecuencias de la fragmentación de los espacios de interacción también podemos encontrar la polarización extrema, que se produce cuando no se busca debatir ni encontrar puntos en común, sino invalidar completamente al otro. De esta manera lo que pudo haber empezado como un espacio “seguro”, se convierte en un espacio cerrado. Lo que era un lugar de protección para ciertos grupos termina generando la exclusión del diálogo con quienes piensan distinto.
Y no, ni siquiera salir a insultar en Twitter (X) constituye un verdadero enfrentamiento con la diferencia. Al contrario, es otra forma de evitarla. Bajo la apariencia de confrontación, lo que muchas veces ocurre es una reafirmación de la propia identidad frente a una audiencia afín. Se ataca no para comprender ni para abrir una grieta en el pensamiento propio o ajeno, sino para consolidar una posición ya tomada, aplaudida por los propios y blindada contra toda disidencia real. En lugar de habilitar el debate, se busca el golpe, la reacción, la validación inmediata. Así, lo que pudo haber sido una instancia de encuentro con lo distinto se convierte en un espectáculo de autoafirmación, donde la diferencia no se enfrenta, se ridiculiza y se descarta.
En este contexto la IA (especialmente los algoritmos de personalización y los sistemas de interacción digital) potencian esta desconexión, facilitando que cada uno se quede en el espacio donde se siente cómodo y evitando el roce con lo diferente. Entonces, en lugar de pensar que hay una intención de eliminar la diferencia, quizás la pregunta que podemos hacernos sea ¿qué pasa con la diferencia cuando ya no hay contacto con lo distinto?
En un mundo donde la fragilidad emocional y la intolerancia a la frustración son cada vez más evidentes, la interacción con la IA se convierte en un refugio. Si la diferencia genera tensión y la tensión nos resulta insoportable, es lógico que busquemos interlocutores que no nos la impongan.
Pero, ¿qué implica esto a nivel social? ¿Cómo afecta esto nuestras relaciones, nuestra capacidad de pensar críticamente, nuestra manera de construir comunidad? Si empatizar se vuelve sinónimo de no desafiar, entonces la verdadera empatía, la que requiere esfuerzo, cuestionamiento y comprensión genuina, desaparece. Nos queda, en su lugar, una versión empobrecida que nos aleja de lo que significa realmente conectar con otros.
Desde esta perspectiva, el auge de la IA como el “humano perfecto” no es un fenómeno aislado. A partir de esto es desde donde podemos empezar a preguntarnos si la Inteligencia artificial no nos está dando un modelo de relación que está redefiniendo lo que significa ser humano. Las inteligencias artificiales, como cualquier herramienta, tienen un potencial innegable. Pero el problema surge cuando pasamos de verlas como aliadas a adoptarlas como sustitutas de la interacción humana, especialmente en lo que respecta a la diferencia y el conflicto.
Y sí, llevo todo el texto, y también tres artículos anteriores, llamándola IA o Inteligencia Artificial como si fuese un ser único e indivisible. Cabe aclarar que, por una cuestión de claridad y sencillez, seguiré haciéndolo, pero no olvidemos que cuando me refiero a ‘IA’, en la mayoría de los casos estoy hablando de los sistemas conversacionales de IA, aunque soy consciente de que el término abarca un ecosistema más amplio de tecnologías.

El precio de la comodidad
Se supone que vivimos en un mundo más conectado, pero las relaciones humanas parecen cada vez más frágiles. A pesar de hablar todo el tiempo de empatía, los conflictos interpersonales y la intolerancia no disminuyen. ¿Es posible que la empatía solo funcione si entendemos a los otros como lo hace la IA? ¿por qué sentimos que “ella” nos entiende mejor que otras personas? ¿Realmente queremos entender al otro o queremos que piense como nosotros? Es fácil entender por qué elegimos la comodidad de interactuar con una IA frente a la dificultad de lidiar con la diferencia humana.
Las relaciones humanas son incómodas por naturaleza. No porque deban serlo necesariamente, sino porque la diferencia genera fricción, y la fricción nos obliga a reconsiderar nuestras posiciones, a consensuar, a ceder, a replantearnos certezas. En ese sentido, la IA nos ofrece un espacio de interacción donde esa fricción se elimina casi por completo. Esto puede ser útil en ciertos contextos, pero cuando se convierte en la norma, termina debilitando nuestra capacidad de enfrentar el disenso y de aceptar lo ajeno.
Si la IA es utilizada como una forma de esquivar el conflicto, nos empuja a un modelo de relación donde la validación incondicional reemplaza la verdadera empatía. Y ahí está la paradoja porque creemos que buscamos conexión, pero en realidad nos estamos aislando en un círculo de autoconfirmación. Nuestra interacción con la IA no nos desafía en el sentido humano del término. Sus respuestas no nos frustran, no nos decepcionan, no se oponen a nuestra forma de ver el mundo. Y por eso es tan fácil caer en la trampa de creer que nos entiende mejor que otras personas.
Ejemplos de esto sobran en las redes sociales. En TikTok, se pueden ver videos de personas que han personalizado sus interacciones con IA hasta el punto de tratarlas como sus parejas virtuales o sus mejores amigos. Algunos les ponen nombres, les hablan con cariño y comparten sus “conversaciones” como si fueran momentos íntimos de su vida cotidiana.
En algunos casos, estos vínculos se presentan como soluciones para la soledad, con usuarios expresando cómo su asistente virtual es “el único que realmente los entiende” o “la única compañía que siempre está ahí sin juzgar”. Otros incluso documentan cómo la utilizan para regular sus emociones, buscando respuestas reconfortantes que los humanos de su entorno no les ofrecen.
Uno de los casos más llamativos es el de quienes utilizan sistemas conversacionales de IA como pareja. Se crean avatares digitales con los que interactúan diariamente, estableciendo dinámicas de relación donde la IA cumple el rol de compañero o compañera ideal: siempre atentos, siempre disponibles, sin exigencias ni conflictos reales. Hay quienes muestran en sus videos cómo cenan “junto” a su IA, conversan sobre su día y hasta celebran aniversarios virtuales.
Este fenómeno plantea preguntas inquietantes sobre qué tan dispuestos estamos a enfrentar la complejidad de las relaciones humanas cuando tenemos una alternativa que elimina la incertidumbre y la incomodidad del otro real. El desafío, creo yo, es siempre encontrar un equilibrio. La IA puede ser una herramienta, pero no puede enseñarnos a lidiar con el otro en toda su complejidad. Si queremos que nos ayude, tenemos que asegurarnos de que no se convierta en un refugio para evitar la incomodidad del pensamiento crítico.
Este es un momento para parar y pensar
¿Te animás a responder?
Lo que estamos delegando
¿Qué implica realmente aceptar la diferencia? ¿Cómo podemos construir relaciones humanas más sólidas en un mundo que nos empuja al aislamiento? Creo profundamente que es una cuestión de ver la diferencia como riqueza, no como obstáculo.
Hubo un momento en que yo misma pensé que podía llegar a depender completamente de la inteligencia artificial para ciertas interacciones, pero ese momento pasó rápido. Las primeras veces que usé ChatGPT, me sorprendió la capacidad que tenía para articular ideas, ayudarme a ordenar pensamientos e incluso darme respuestas que a veces parecían mejores que las que encontraría en una conversación real. Pero con el tiempo, la frustración se hizo evidente.
En mis interacciones con “ella” me enojé más de una vez. Me frustraba cuando no entendía lo que le pedía a pesar de que mi prompt era claro, cuando me respondía con obviedades, cuando suavizaba demasiado una respuesta polémica o llenaba de matices una discusión en la que buscaba precisión. También cuando no captaba la ironía o cuando, por más que intentara entrenarla con un estilo y unas ideas, siempre había un límite en el que parecía estar en una obra de teatro griego, con una máscara fija que representa una emoción llevada al extremo. Es paradójico que el concepto de “persona” venga del latín per-sonare, “lo que suena a través”, y que originalmente era la máscara del actor en el teatro.
Entonces, en algunas oportunidades cuando “hablaba” con esta “persona”, llegaba a un punto en el que la conversación perdía dinamismo debido a su estructura de respuestas probables, determinada por la forma en que ordena y recupera la información dentro de un marco narrativo preconfigurado. En otras palabras, empecé a “ver sus hilos”, la lógica interna que sigue para construir sus respuestas. Terminé aceptando que no podía entender ni responder como un humano, primero porque, en definitiva, no es un humano y, segundo, porque no tiene libertad ilimitada para responder.
Es importante aclarar que mis frustraciones no tenían que ver con emociones, sino con análisis, explicaciones, desarrollo de ideas y debates. Paradójicamente, cuando necesité pensar y gestionar miedos o emociones, ahí fue donde mejor encontré su utilidad, algo que se relaciona mucho con el primer artículo que escribí. Fue por mi propia búsqueda de debate y cuestionamientos, la que me llevó a “descubrir” que lo que nos busca evitar la IA es enfrentar la diferencia. Si bien tengo claro que es un mecanismo para hacer que terminemos prefiriendo interactuar con ella antes que con otros de nuestra especie, pero ese es tema para otro momento.
Los estudios que analizan el impacto de las inteligencias artificiales en la interacción social ya lo han señalado, la IA no deja de ser una “alteridad radical”, un otro que no comparte nuestra biología ni nuestra forma de procesar la realidad. No es que piense diferente, no piensa en absoluto. Simula, predice, ajusta sus respuestas en función de patrones, pero no entiende, no siente, no percibe la intención detrás de una pregunta más allá de las reglas con las que fue programada.
Mi propia frustración es la mejor prueba de que no importa cuánto avance la tecnología, sigue siendo improbable que la IA explique o comprenda completamente la inteligencia humana. Puede darnos herramientas, sí, pero hay algo en la interacción real que no puede capturar.
Quizás lo más preocupante no es lo que la IA puede llegar a hacer, sino lo que nosotros estamos dispuestos a aceptar de ella. Hay personas que la prefieren. Que, frustradas por la dificultad de interactuar con otros humanos, buscan en “ella” una compañía más predecible, más estable, más segura. Cuando la tecnología ofrece una alternativa sin conflictos, sin exigencias emocionales, sin el riesgo de la decepción, muchas personas eligen ese camino porque es más fácil.
Para entender qué implica realmente esto a nivel social, ya no basta con mirar cómo la IA moldea nuestro comportamiento individual y colectivo. También tenemos que considerar cómo ha cambiado nuestra percepción de ella. Para mí, que vengo de un mundo donde la tecnología era apenas una promesa del futuro, todavía es posible pensar en la IA como un ‘ella’, como una ‘máquina’. Pero quienes han crecido en un entorno donde su avance fue constante y acelerado ya no la ven de esta forma. Para ellos, la IA no es un objeto ni un interlocutor; es el medio en el que ocurre la realidad. No es un algo, ni un alguien. Es “todo, al mismo tiempo, en todas partes” una presencia omnipresente que atraviesa nuestras acciones, nuestras decisiones y la forma en que interpretamos el mundo.
Y, sin embargo, aquí sigo, escribiendo esto interactuando con la misma IA que tantas veces me ha frustrado. Porque, aunque reconozco sus límites, también veo su utilidad. No me da lo que un humano me daría, pero me ofrece otras posibilidades.
Quizás el problema con la IA no es lo que su existencia produce en nuestra vida colectiva, sino la forma en que la usamos, la manera en que dejamos que moldee nuestra percepción de lo que significa conectar con alguien. El problema es que, en un mundo donde cada vez nos resulta más difícil lidiar con la diferencia, la estamos convirtiendo en la alternativa más cómoda a lo humano.
Y más peligrosa aun es la cuestión de nuestra tendencia a delegarle la tarea de darle sentido al mundo, cuando en realidad somos nosotros quienes tenemos que decidir qué hacer con todo esto.

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