Un déjà vu emocional
A veces lo que recibimos del universo y leemos como señales, son en realidad escenas recicladas con actores nuevos. Para poner un ejemplo de esto puedo contar que un día cualquiera, en mi vida apareció alguien nuevo, con voz segura, mirada intensa, discurso apasionado. Y sin darme cuenta, algo en mí se activó. Un gesto, una frase, un tono, me atrapó. Y pensé: “¿Qué es esto que me atrae tanto?”
Pasaron los días y me dí cuenta, no era él, era mi patrón. No fue el otro lo que me sedujo, fue el eco de algo que ya había vivido, que mi cuerpo recordó y mi alma aún no había soltado del todo. Y ahí, entre el calor de la atracción y el frío de la lucidez, me reí. Porque lo vi, reconocí la jugada del algoritmo.
El algoritmo interno
Así como TikTok, Spotify o Netflix nos muestran más de lo mismo que ya vimos, porque sus algoritmos están diseñados para darnos “lo que queremos”, nuestro sistema emocional nos “recomienda” personas que activan lo que ya conocemos. La herida como filtro de selección1. No lo elegimos racionalmente, lo reconoce nuestro inconsciente porque es predecible, porque es conocido, porque se siente “seguro”.
Por eso, muchas veces, no nos enamoramos de una persona sino de un patrón. Del tono al que estamos acostumbrados, de los discursos que ya escuchamos, de los roles que sabemos habitar. Podemos ser los salvadores, los que contienen, los que traducen emociones, los que no se comprometen, cualquier personaje al que le conozcamos bien el libreto. Al parecer no amamos lo nuevo, amamos lo que el algoritmo de la herida ya validó.
Es una imagen común la de personas preguntándose por qué terminan siempre en el mismo tipo de relación afectiva. Frecuentemente creemos que amar es descubrir al otro. Pero algunas veces, amar es identificar una vieja herida en un nombre nuevo, reconocer algo sin saber por qué, sentir “química” que no es otra cosa que memoria corporal disfrazada de magia.
El apego temprano, las historias familiares, las primeras formas de sentirnos vistos… todo eso, con el tiempo, se convierte en un mapa interno. Y cuando aparece alguien que activa ese mapa, lo seguimos, no porque lo elijamos, sino porque nos suena conocido. Y lo conocido, tranquiliza, aunque a veces también duela.
Lo familiar no siempre es lo sano (pero sí lo seductor)
Esa atracción tan fuerte que sentimos a veces por un tono, una mirada, una forma de decir, no siempre nace de lo que nos hace bien. En ocasiones se trata de lo que nuestro cuerpo aprendió a leer como amor en algún momento del pasado, aunque haya dolido, aunque hoy ya no lo queramos repetir. Y es lógico, el sistema nervioso busca lo predecible, prefiere el dolor conocido a la incertidumbre emocional.
Por eso, tantas veces, al mirar atrás nos preguntamos “¿Por qué elijo siempre el mismo tipo de vínculo?” Quizás la respuesta esté en el hecho de que las heridas buscan su combustible, su reafirmación. Y el algoritmo emocional no distingue entre lo bueno y lo nocivo, distingue entre lo conocido y lo nuevo.
El algoritmo vincular no es solo amoroso, opera en todos los ámbitos de la vida
Los patrones que repetimos no se limitan a nuestras relaciones amorosas. Son estructuras emocionales que se activan en cada vínculo significativo. Están presentes en las amistades, en el trabajo, en los espacios donde tomamos o cedemos la palabra, incluso en cómo habitamos lo cotidiano.
En cómo nos relacionamos con nuestras amistades, podemos detectar patrones de acuerdo a si elegimos amigos que siempre necesitan ser salvados o que siempre nos salvan, si somos los que escuchamos o los que callamos, los que lideramos o los que seguimos. Y se muestra su fuerza en si podemos o no salir de esos lugares sin sentir culpa o vacío.
En los espacios de trabajo, los vemos en los jefes que nos incomodan, que representan muchas veces, figuras simbólicas de autoridad que el cuerpo reconoce como amenaza. Se traducen en aquellos compañeros con los que nunca podemos sintonizar, quizás porque ellos encarnen lugares que nos expulsaron antes. También se reconocen esos patrones en aquellos con quienes armamos una alianza inmediata, a veces, repitiendo dinámicas familiares encubiertas: una madre simbólica, un hermano, una figura de referencia.
Los patrones vinculares vienen de nuestra infancia, pero no solo del entorno familiar. Se escribieron también en los lazos con nuestros pares, en el bullying que sufrimos, en el que hicimos, en el que presenciamos. En cómo nuestro cuerpo aprendió a sobrevivir: agradar, callar, atacar, aislarse, volverse indispensable o invisible.
Están en nuestro modo de habitar el mundo. Si tomamos la palabra o esperamos permiso, si nos hacemos pequeños en los grupos o marcamos presencia antes de que nos arrinconen, si confiamos por defecto o necesitamos pruebas constantes, si nos mostramos fuertes porque no toleramos que nos vean vulnerables.
Todo vínculo es una puerta para el algoritmo. Cada encuentro humano funciona como un campo de repetición o posibilidad de interrupción. Y cada patrón que se activa es una oportunidad de verlo, de nombrarlo, y si se puede, de no volver a elegirlo por inercia.
Stephen Porges, neurocientífico estadounidense, desarrolló lo que hoy se conoce como teoría polivagal2, una mirada innovadora sobre cómo el sistema nervioso autónomo responde a los vínculos, la seguridad y la amenaza. Su investigación demostró que no reaccionamos a las personas solamente con la mente, sino sobre todo con el cuerpo, a través de un sistema de lectura automática que escanea si un entorno o un vínculo es seguro o peligroso.
Estas respuestas no son racionales ni conscientes. El cuerpo responde antes que la mente, y lo hace basándose en señales muy sutiles: tono de voz, expresiones faciales, postura, distancia, energía emocional. Así se explica por qué a veces alguien nos incomoda sin haber hecho nada “malo”, o por qué sentimos confianza inmediata con personas que recién conocemos. No reaccionamos a lo que el otro es, sino a lo que nuestro sistema nervioso interpreta a partir de lo que ya vivimos. Y eso, como todo algoritmo, puede estar equivocado, pero igual se activa.
Allan Schore, experto en desarrollo emocional temprano, lo complementa desde las neurociencias afectivas, un campo que estudia cómo las emociones tempranas moldean el cerebro y el comportamiento. Sus estudios muestran que nuestras estrategias vinculares no son solamente elecciones conscientes, sino configuraciones neurobiológicas formadas en la primera infancia. Lo que creemos que es personalidad, muchas veces es adaptación. Y lo que llamamos “química” puede ser simplemente el cuerpo reconociendo un patrón.
También esta activación inconsciente pasa al revés. En algunas oportunidades, alguien nos llama la atención, nos genera algo distinto, no entendemos por qué, pero sentimos que ahí hay algo verdadero. No porque nos resulte fácil o familiar, sino todo lo contrario, porque rompe el molde, porque no encaja en lo que solemos elegir. Nos atrae porque nos pone incómodos, pero de una forma que nos hace bien, que nos hace estar más presentes, que nos hace pensar.
Cuando hacemos consciente todo esto, la pregunta deja de ser “¿por qué elijo mal?” y empieza a ser “¿qué cosa está hablando por mí cuando elijo?”
La estructura psíquica del patrón
Puede sonar determinista, pero hay que decirlo: el enamoramiento no es tan libre como creemos. Aunque lo vivamos como algo mágico, espontáneo o inexplicable, en realidad sigue una lógica profunda, en su mayoría inconsciente. Está moldeado por nuestras primeras experiencias de amor, por la forma en que aprendimos a vincularnos, por lo que entendimos que merecíamos.
Y también, aunque no nos demos cuenta, por el relato interno que fuimos construyendo sobre lo que el amor debería ser, cuánto tiene que doler, cuánto hay que dar, a quién hay que parecerse para ser elegidos.
John Bowlby, creador de la teoría del apego, propuso que las primeras experiencias de cuidado, especialmente con quienes nos cuidaron en la infancia, forman un molde interno que usamos para vincularnos toda la vida. Desde ahí aprendemos qué es el amor, cómo se expresa, si se puede confiar, si es algo que llega solo o algo que hay que ganarse. Esas primeras relaciones marcan, sin que lo sepamos, qué esperamos emocionalmente de los demás.
Según la teoría, de acuerdo a cómo haya sido ese vínculo temprano, se forman distintos estilos de apego. Cuando el cuidado fue constante y seguro, solemos desarrollar un apego seguro donde nos vinculamos sin miedo al abandono y sin necesidad de escondernos emocionalmente. Pero si ese cuidado fue confuso, impredecible o ausente, aparece lo que se conoce como apego inseguro, que se manifiesta en distintas formas. Puede aparecer lo que se denomina apego ambivalente, donde hay mucha ansiedad por ser querido y miedo a ser dejado; el evitativo, donde se esquiva depender de otros o mostrar necesidad por temor a ser herido; y el desorganizado, donde se mezclan el deseo de vínculo con el miedo intenso a él, muchas veces producto de experiencias traumáticas.
Estos estilos no son etiquetas en las que podemos hacer encajar nuestras formas de establecer vínculos, son tipos de estrategias de supervivencia emocional. Muchas veces, sin darnos cuenta, seguimos eligiendo vínculos desde ese mismo patrón. Y lo que terminamos haciendo es confirmar una y otra vez aquello que nos dolió. En ocasiones será la idea de que hay que esforzarse para ser amados o bien que el amor es inestable o tal vez que mostrarse es peligroso.
Esto se articula con algo que Freud llamó compulsión a la repetición. Una tendencia inconsciente a recrear ciertas escenas del pasado, sobre todo aquellas que no pudimos entender o procesar del todo cuando ocurrieron. Es importante resaltar que no se trata solo de grandes traumas, también pueden ser experiencias pequeñas pero repetidas, un tono de voz que nos hacía sentir menos, una mirada que nos ignoraba, una respuesta que nunca llegó.
Muchas personas sienten que no tienen heridas porque no vivieron situaciones extremas, no hubo golpes, ni abuso, ni abandono total, pero no hace falta una catástrofe para que algo nos marque. A veces, lo que nos configuró fue más sutil, un amor que se daba sólo si cumplíamos ciertas expectativas, un vínculo que parecía estable pero era frío, un padre que gritaba y después seguía como si nada.
Al pensar esto debemos tener en cuenta que cuando somos niños, no tenemos herramientas para entender ciertas situaciones, solo las sentimos. Y si eso que sentimos fue miedo, soledad, o la necesidad constante de ganarnos el afecto, es muy probable que nos haya dejado huellas, aunque hoy lo relativicemos con una mirada adulta.
Como explica Freud, la compulsión a la repetición aparece porque el psiquismo busca resolver lo que quedó abierto. Pero como no podemos volver al momento original con los recursos de ahora, lo que hacemos es repetir vínculos parecidos, escenas parecidas, emociones parecidas, esperando inconscientemente que esta vez el resultado sea distinto. Que ahora sí nos elijan, que esta vez nos miren, que no nos griten, que se queden. Entonces, no es masoquismo, es intento de reparación, pero si no lo hacemos consciente, se transforma en círculo vicioso.
Jacques Lacan lo expresó desde otro lugar, que nos ayuda a completar el cuadro del algoritmo. Según Lacan no deseamos simplemente a una persona, deseamos ser deseados. Pero no por cualquiera, buscamos que nos desee alguien que, simbólicamente, represente aquello que no tuvimos, la mirada que nos faltó, la presencia que no estuvo, el afecto que sentimos como incompleto. El otro real importa menos, no amamos a la persona en sí, sino lo que representa para nuestra historia emocional.
Por eso, muchas veces, terminamos enganchados con quien nos hace sentir de nuevo en el lugar que más conocemos. No importa si ese lugar es el de tener que esforzarnos para ser vistos, para ser valorados, para no ser dejados o si es el opuesto, el de tener que poner distancia, mantener el control, frenar la entrega emocional, por miedo a que el otro se vuelva invasivo, pegajoso, absorbente.
De este modo, no se trata de un vínculo nuevo, es una reescenificación. El otro se convierte en una figura que encarna la herida, no porque sea exactamente igual, sino porque ocupa un lugar simbólico que ya existía dentro nuestro. En términos lacanianos, amamos al significante, no al sujeto real y deseamos en torno a una falta, no desde una elección libre. Por ello, mientras ese patrón no se haga visible, nuestro deseo sigue ordenado por lo que faltó, no por lo que verdaderamente queremos.
Esta forma de desear que se describe en la teoría lacaniana, guiada por lo que faltó, no por lo que hay, también está sostenida por las historias que nos contaron. Bruno Bettelheim, psicoanalista austríaco, escribió sobre el papel simbólico de los cuentos infantiles en la construcción emocional de los niños. Desde esta perspectiva, mostró cómo esas historias no son simples entretenimientos, sino relatos cargados de mensajes inconscientes sobre el bien, el mal, el amor, el abandono y la salvación. Luego, Jessica Benjamin, psicoanalista estadounidense con perspectiva feminista, amplió esta mirada mostrando cómo las narrativas culturales, no solo los cuentos, también las películas, canciones y modelos amorosos, reproducen estructuras de poder y deseo que nos marcan desde temprano.
A partir de estos análisis, vemos que lo que se nos cuenta como “historia de amor” muchas veces nos presenta desigualdades, sacrificios y dolor como condiciones necesarias del amor verdadero. La cultura nos transmite estructuras vinculares, guiones emocionales que se repiten más allá de lo que pensamos. Desde muy pequeños aprendemos que el amor verdadero debe tener obstáculos, que hay que sufrir para merecerlo, que la espera, el sacrificio o el dolor son pruebas necesarias.
La figura del príncipe que salva, la princesa que espera, la mala que compite, el amor imposible que finalmente se consuma, todo eso moldea la idea de que el amor es drama, intensidad, entrega sin condiciones y, sobre todo, recompensa después del padecimiento. No es casual que muchas personas sientan que, si algo es fácil o tranquilo, no puede ser real. Que si no hay tensión, celos, huidas o reencuentros espectaculares, entonces falta “pasión”. Así, el amor romántico se vuelve una profecía autocumplida: buscamos vivir lo que nos contaron, aunque eso implique sufrir y si no hay sufrimiento, parece poco, parece aburrido, parece mentira.
En este sentido, Jerome Bruner, psicólogo y teórico de la narrativa, propuso que las personas no solo vivimos experiencias, sino que las organizamos como historias. Y no cualquier historia, una que tiene lógica, sentido, continuidad. A eso llamó el yo narrativo.
En otros artículos ya hemos explicado que nuestra identidad no está armada solo con hechos, sino, en mayor medida, con la forma en que los contamos. Relatamos el guion contándonos quiénes fuimos en esas escenas, quién fue el otro, qué papel tuvimos, qué finales creemos posibles. Nos pensamos como protagonistas dentro de un relato que, sin darnos cuenta, muchas veces fue armado desde una herida.
Una historia donde siempre estamos en falta, donde hay que luchar por amor, donde el conflicto es inevitable y donde el desenlace feliz nunca es fácil. Cuando alguien aparece y encaja perfectamente en ese guion, lo reconocemos como “química”. Pero no siempre es amor. Reiteradamente es coherencia narrativa, “contratamos” el personaje justo para que la historia siga tal como la conocemos.
Y cuando aparece alguien distinto, que no responde a ese patrón, que propone otra lógica vincular, no lo entendemos, no sabemos qué rol darle, nos resulta extraño y, muchas veces, lo descartamos. Porque hay algo más, algo que suele pasar desapercibido, pero que también forma parte del problema: no tenemos relato para el después del conflicto.
Las historias que consumimos y las que nos contamos suelen terminar en el clímax, en el beso, el reencuentro, el perdón, la promesa. Pero ¿qué pasa al día siguiente? ¿Qué forma tiene la vida cuando lo que deseábamos ya llegó? Como advierte Bruner, nuestras narraciones están estructuradas en torno a una desviación, a algo que irrumpe y altera el equilibrio, sin obstáculo, no hay historia. Por eso, no podemos contarnos una forma de vincularse sin drama, sin tensión ni lucha, porque el “vivieron felices por siempre” no tiene escenas conocidas, no tiene trama en los relatos que nos contaron. No parece tener épica y entonces no sabemos cómo habitarlo.
Por tanto, mientras nuestro relato interno no se revea, el algoritmo nos va a seguir mostrando lo mismo con caras distintas. No por efecto de nuestras malas elecciones, sino porque seguimos buscando que la historia cuadre. Que sea “narrable”.

El cerebro no busca lo mejor, busca lo conocido
Más allá del inconsciente y la narrativa, hay también un principio biológico que sostiene todo esto. El cerebro está diseñado para sobrevivir, no para hacernos felices.
El sistema nervioso, particularmente el cerebro, prioriza la eficiencia energética. Todo lo que implique incertidumbre, novedad o aprendizaje profundo implica gasto y lo emocionalmente desconocido es interpretado como riesgoso y costoso. Por eso, aunque lo conocido nos duela, es preferido por el sistema porque ya sabe cómo gestionarlo.
En términos neurobiológicos, la amígdala, encargada de procesar las emociones intensas y detectar amenazas, se activa menos ante estímulos conocidos, incluso si esos estímulos son negativos. El circuito dopaminérgico (encargado de regular la motivación y la anticipación del placer) no diferencia entre experiencias placenteras y dolorosas en términos morales. Si una experiencia genera una activación emocional intensa, se libera dopamina. Y ese registro se guarda como algo importante para el sistema, no porque haya sido bueno, sino porque fue intenso. Esa liberación fortalece las conexiones neuronales asociadas a ese estímulo. Por eso, incluso si algo nos dolió, si nos hizo sentir vivos o emocionalmente cargados, el cerebro puede interpretarlo como valioso y tiende a repetirlo, porque lo reconoce como algo que “funcionó” para generar respuesta. Así se forma parte del patrón.
El córtex prefrontal, la parte del cerebro encargada del razonamiento lógico y la toma de decisiones conscientes, no siempre actúa antes de que elijamos. Recurrentemente, la decisión ya fue tomada por áreas más primitivas, como el sistema límbico, que responde rápido a señales emocionales. El prefrontal entra después para justificar lo que ya hicimos, construye una explicación coherente y le da sentido narrativo a una elección que, en el fondo, fue automática. Por eso creemos que elegimos desde la razón, pero en realidad estamos armando un relato que encaje con una respuesta emocional ya grabada.
En términos simples: no repetimos porque no pensemos, repetimos porque el cuerpo decide primero. Y la mente, en lugar de cuestionarlo, lo organiza como si fuera una elección lógica. Así el patrón se mantiene sin que lo veamos como tal.

¿Cómo se desactiva el algoritmo de las heridas?
Aunque sería práctico creer que basta con ver el patrón y desear algo distinto, no se trata de cambiarlo solo con voluntad y mantras. Puede ayudar repetirnos que merecemos más, pero no alcanza. La desactivación real del algoritmo no es una meta, es un proceso de desprogramación constante. Implica sostener una conciencia lúcida del propio guion y una lectura crítica del entorno. Porque no estamos solos, no somos islas emocionales que se curan en la soledad de un retiro espiritual.
Sostener el trabajo interno sin negar el sistema que lo condiciona es una de las tareas más difíciles, pero también de las más honestas. El algoritmo se sostiene porque hay estructura, porque vivimos en sociedades que premian la sumisión emocional, la repetición de roles, la obediencia inconsciente. Las configuraciones familiares no son solo biográficas, son también culturales, políticas, económicas.
La repetición de patrones se hace consciente con insight, pero se interrumpe con red, con palabra, con ruptura simbólica, con transformación social. Y a veces, con rabia, porque la rabia también sana, cuando nos sirve para decir “esto me está pasando otra vez” ya no como culpa sino como diagnóstico. Podemos usarla para animarnos a reconocer el síntoma como expresión política, nombrar lo que pasa como parte de una historia colectiva, reescribir el deseo sin tener que hacerlo en soledad.
No hay cambio vincular sin mundo, porque no hay sanación individual que no dialogue con lo que sucede afuera. Más aun, no hay algoritmo personal sin un algoritmo mayor que determine qué es lo deseable, qué es lo sano, qué es el amor. Está en juego amar distinto, sí, pero además existir distinto. El nudo de la cuestión es no obedecer al mandato de sanar en silencio, no aceptar que si el mundo te aplasta es porque algo en vos no hizo el trabajo correctamente.
Y tal vez, si el algoritmo que repetimos vive en la forma en que contamos las historias, una parte del trabajo sea empezar a escribir otros relatos. No los de la lucha por ser amados, ni los del sacrificio virtuoso, ni los de la pasión que hiere pero “vale la pena”. Relatos nuevos, incompletos, que no sepamos cómo terminan. Porque si es cierto, como dice Bruner, que narramos lo que se desvió de la norma, entonces tal vez el bienestar no entre en la historia, no porque no exista, sino porque no necesita explicación.
Quizás por eso, cuando estamos bien, no sabemos cómo “contarlo”, parece que eso que se siente no tiene trama atractiva. Tal vez sea que no necesite pensarse, decirse, sino vivirse, sentirse y nada más.
Y yo, en esta parte del camino, no sé si lo sé vivir, no sé si puedo sostener lo que no se explica, pero quiero intentarlo. Quiero quedarme en ese espacio donde no hay épica, donde no hay personaje que me reconozca, donde yo pueda ser sin responder a una escena.
No sé si estoy lista, pero sí sé que hoy no me creo todo lo que pienso, ni todo lo que pienso que siento. Y que ese es, para mí, un primer gesto de libertad.
Para retomar la anécdota inicial, no fue “química” lo que sentí aquella vez. Lo que vi venir como una escena repetida, me mostró más de mis elecciones pasadas que de un futuro posible. Y por ello me reí, con una risa sin burla, más parecida a la ternura que a la ironía, esa risa de quien reconoce un movimiento interno y se entera de algo muy simple que no venía viendo suceder.No sé si voy a poder reconocer lo distinto cuando aparezca, pero hoy sé que lo conocido ya no me alcanza y con eso, por ahora, me basta.
- Cuando en este texto hablo de “la herida”, me refiero una configuración emocional profunda que se forma a partir de experiencias vividas como dolorosas, desbordantes o incoherentes en relación con los recursos que teníamos para procesarlas en ese momento.
Desde el psicoanálisis, una herida es una huella psíquica que deja una experiencia que no pudo ser simbolizada, algo que el aparato psíquico no logró representar, entender o integrar, y que retorna como repetición. No importa tanto lo que ocurrió objetivamente, sino cómo se vivió subjetivamente. Muchas veces no se trata de grandes traumas, sino de cosas que hoy parecen mínimas, como un tono despectivo, una mirada que ignora, una exigencia constante, pero que, en la infancia, se sintieron como fallas en el amor o la seguridad básica.
La teoría del apego complementa esta mirada mostrando cómo esas vivencias repetidas de desajuste emocional, no necesariamente violentas, pero sí desconectadas, caóticas o indiferentes, forman modelos internos de vinculación que definen cómo esperamos ser tratados, cómo interpretamos el afecto, y qué creemos que merecemos.
En ambos marcos teóricos, la herida no es solo lo que pasó, sino también lo que no pasó, lo que no se nombró, no se sostuvo, no se escuchó. Por eso, aunque no haya una memoria explícita del dolor, muchas veces ese patrón vive en el cuerpo, en los vínculos y en la forma en que deseamos. ↩︎ - La teoría polivagal, desarrollada por Stephen Porges en la década de 1990, postula que el sistema nervioso autónomo responde jerárquicamente mediante tres vías evolutivas: 1) el sistema ventral vagal, que favorece la conexión social y la calma cuando percibimos seguridad; 2) el sistema simpático, que activa la lucha o huida ante peligro; y 3) el sistema dorsal vagal, que produce congelamiento o desconexión frente a amenazas extremas. Estas respuestas operan por debajo del umbral de la conciencia y configuran nuestra forma de estar en los vínculos. Véase: Porges, S. (2011). The Polyvagal Theory: Neurophysiological Foundations of Emotions, Attachment, Communication, and Self-regulation. ↩︎
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