Introducción
Hay días en que pensar tanto me cansa. No por un exceso de ideas, sino por su densidad. Buscarle sentido a todo, todo el tiempo, se vuelve agotador e inútil, como si el aire se hubiera viciado en una habitación que hace demasiado no se ventila. La mente, entonces, empieza a pesar. En ese momento el cuerpo empieza a pedir otra cosa y si no lo escucho, la señal va a ser el pensamiento en círculos. Cuando nada nuevo entra y nada viejo sale, hay que abrir una ventana.
Escribo esto sobre todo porque lo necesito, porque pensar es mi forma de entenderme, pero también es la trampa que más me cuesta soltar. No tengo títulos ni una formación académica formal que me respalde, pero tengo años de leer, de buscar, de escuchar, de probar, de observarme. Lo comparto desde ahí, desde una práctica constante que busca poner en palabras lo que intento vivir. No me interesa la autoridad académica, me interesa la honestidad. Y si alguna vez lo que escribo le sirve a alguien, será porque nos pasa algo parecido, no porque yo lo haya resuelto con investigación científica.

Cuando pensar ya no alcanza
Con el tiempo aprendí que pensar en lo que se siente no es lo mismo que sentir. Y cuando el pensamiento insiste sobre lo que el cuerpo no puede procesar, aparece una especie de ahogo, de sofoco mental. Una saturación que corta el ritmo, la claridad, el deseo. En ese momento, lo que hace falta no va a venir de una idea nueva encontrada con más pensamiento, sino de la interrupción. Llegará con silencio.
Para activar ese botón de apagado a veces basta con una charla que no exija profundidad, con un momento simple compartido. Con una caminata que no busque respuestas, que no tenga objetivo. Con las manos ocupadas en algo simple, pintar, ordenar un cajón, cocinar sin apuro, desarmar algo que ya no funciona. O con ciertos sonidos, que no llenen de estímulos, sino que inviten al cuerpo a estar en paz.
Porque se puede llegar a entenderlo todo y seguir igual, lo que se necesita es una emoción reconocida, un límite marcado, un hábito que cambia, una decisión que se vuelve acto. Si todo queda en el plano del análisis, si el cuerpo queda afuera, si la vida cotidiana no se toca, entonces no es introspección, es estado de suspensión profunda.
El peligro de quedarse en el loop
En ocasiones la búsqueda de profundidad se vuelve un modo de quedar en espera, de pregunta que termina siendo un bucle indefinido de nuevas preguntas. A mí me está pasando eso últimamente. Lo detecto cuando ya pasé horas escribiendo sobre lo que siento sin haber sentido, sin haber hablado con nadie, sin haber hecho algo distinto. Sin haber salido a respirar aire puro, siquiera. Y me doy cuenta: pensar es mi trabajo hoy, pero también se volvió el loop que me impide actuar. Pasé de contar mi proceso a procesar mientras cuento, de procesar para cambiar a procesar para no hacer.
Ahí es cuando me toca arrastrarme a la vida real, a lo simple, abrir la ventana literalmente. Me ayuda mucho empezar poniendo las manos en algo que no requiera entender, solo hacer. Agarrar el mate y sentarme afuera, aunque no tenga ganas. Lavar los platos en silencio. Jugar afuera con Merlot. Cortar una fruta. Esas cosas mínimas que no parecen transformar nada, pero que interrumpen el hechizo. Lo simple me conecta nuevamente con mi sentir y aunque a mí sentir me da miedo, estoy empezando a ver que también me cura.
Lo simple como medicina, no como fuga
Claro que también está el riesgo inverso, el de quedarnos en lo simple como escape. Hacer por hacer, mover el cuerpo para no escuchar lo que pide. No todo silencio es pausa, a veces también es negación. Por eso no se trata de huir del pensamiento, sino de equilibrarlo con lo que lo sostiene, el cuerpo, el hacer, el sentir.
Estas cosas que parecen una banalidad, limpiar algo, salir a caminar, respirar hondo, tienen un respaldo que es mucho más que intuición. La medicina, la neurociencia y la filosofía llevan siglos recordándolo, aunque no siempre lo escuchemos.
Las filosofías orientales, especialmente el taoísmo y el budismo zen, sostienen que el pensamiento excesivo es una forma de desorden. El equilibrio no se alcanza entendiendo más, sino sintiendo con atención cada acto presente. La acción simple y consciente: barrer el piso, cocinar, cuidar una planta, es una práctica espiritual. La mente se aquieta cuando se alinea con el cuerpo.
La neurociencia también lo respalda. El pensamiento introspectivo activo se asocia al sistema de red por defecto del cerebro (DMN: default mode network), que está implicado en la autorreferencia, la rumiación y el juicio interno. Cuando una actividad concreta, sensorial, entra en escena, algo como caminar, limpiar un espacio o escuchar música suave, se activa otro circuito: la red de atención ejecutiva. Ese cambio de circuito reduce la ansiedad, ordena el caos emocional y mejora la capacidad de tomar decisiones.
En el ámbito de la psicología, especialmente desde la terapia cognitivo-conductual se enseña a interrumpir los pensamientos invasivos con acciones físicas simples. No se trata de evitar pensar, sino de crear espacio. Según afirman algunos estudios las habilidades de regulación emocional empiezan con volver al cuerpo. Sin ese anclaje, la introspección se convierte en rumiación improductiva.
Incluso la medicina occidental lo valida. El psiquiatra Bessel van der Kolk plantea que “el cuerpo lleva la cuenta”, es decir, lo que no se procesa emocionalmente se guarda físicamente en músculos tensos, en insomnio, en síntomas vagos. Por eso hay que mover, expresar, encarnar lo que comprendimos. Lo que sucede es que el estrés mental crónico sin descarga física altera los niveles de cortisol, afectando el sueño, la digestión y la inmunidad. Por ello, aunque suena incómodo decirlo, en ocasiones pensar se vuelve masturbación mental. Un juego que excita, que entretiene, que da placer, pero que también evita el contacto real con lo que duele, con lo que incomoda, con lo que transforma.
Pensar puede ser otra forma de huir
Para algunas personas es más fácil quedarnos dando vueltas en una idea brillante que atravesar una emoción turbia. Más fácil escribir un insight1 que llorar, porque el pensamiento organiza, encierra, le pone bordes al caos. El llanto los rompe. Se puede escribir un texto lúcido sobre el dolor sin haberlo sentido en el pecho. Y ahí está el peligro: cuanto más clara la mente, más fácil eludir el cuerpo, porque entender algo puede dar la falsa sensación de haberlo atravesado.
Pero hay dolores que no se superan por saber, sino por sentirlos. Hay decisiones que no se toman por tener claridad, sino por haber sentido todo lo que realmente implican. El pensamiento sin descarga emocional es solo eso, pensamiento. Fecundo, necesario, pero incompleto. Ayuda, hasta que el cuerpo pide otra cosa y ya no alcanza.
Sin embargo, pensar en lo que duele, de dónde viene, a qué se parece, en qué momento empezó, es mucho más fácil que sentir el dolor en el cuerpo. Más fácil que bancarse la angustia sin nombre, el nudo en la garganta, la presión en el pecho, esa sensación absurda y total de que te estás muriendo. Porque el pensamiento estructura, da contenido, anestesia.
El filósofo y psicoterapeuta Eugene Gendlin propuso que muchas veces el cuerpo sabe lo que la mente todavía no puede nombrar. Llamó experiencing a esa sensación vaga pero real que se siente antes de encontrarle palabras. Si no se le da espacio a eso, el proceso queda incompleto porque la mente interpreta, pero el cuerpo no puede expresarlo solo con palabras.
Por eso también es más fácil analizar por qué necesitamos cambiar algo que atravesar lo que sentimos al hacerlo. Más fácil proyectar consecuencias que sostener la decisión. Pensar puede marcar el camino, pero actuar es lo que nos pone en marcha.
Mirar para transformar
La introspección es necesaria. Es el primer paso, el que permite ver con más claridad, reconocer lo que está en juego, entender los hilos invisibles. Pero el pensamiento transforma solo si trabaja en tándem con el cuerpo. Y el cuerpo solo puede hacer su parte si se le permite sentir, aunque no hablamos solo del dolor sino también de la alegría, el amor, la paz. Todo, lo que incomoda y lo que da miedo perder. Porque a veces ni siquiera es el sufrimiento lo que evitamos, sino el riesgo de entregarnos a algo bueno y que no dure.
Creo que aquí se vuelve pertinente aclarar que cuando hablo de introspección no me refiero a pensar mucho, ni a quedarse enroscado en la mente. Para mí, introspección es observar con atención crítica y emocional a la vez. Es mirar hacia adentro para entender desde dónde vivimos, qué nos duele, qué deseamos, cómo repetimos. No es solo pensamiento: es conciencia. Y tampoco es solo análisis: implica sentir, dudar, soltar explicaciones, dejarse incomodar. A veces llega en la escritura, a veces en una conversación, a veces lavando los platos en silencio. Pero si esa observación no se convierte en otra forma de habitar el día, se queda en estado de suspensión. Por eso, cuando digo introspección, digo también transformación en potencia.
Retomando la idea, si pensar mejor no da paso al sentir, y desde ahí al actuar, todo ese análisis se queda en potencial, en promesa, en relato. Y muchas veces lo que frena no es la falta de claridad, sino el rechazo a las emociones que esa decisión va a desatar. Miedo, culpa, nostalgia, deseo. A menudo no elegimos porque no estamos dispuestos a sentir tristeza por lo que se va, ni creemos ser capaces de sostener la alegría que puede llegar. De esta forma, el pensamiento se vuelve refugio, pero también trampa. Para salir, hace falta algo más que comprender, hace falta respirar hondo, moverse un poco, y seguir.
Del pensamiento a la acción mínima
Una vez que se piensa lo suficiente como para ver el deseo, los obstáculos, las emociones implicadas, llega el momento en que no queda otra que actuar. Ahí es donde frecuentemente aparece la trampa porque entender demasiado puede volverse un argumento para no hacer nada. Cuando el análisis revela los riesgos, los costos, el cansancio que viene después, la frustración si no sale, la culpa si sí… ¡Pum! Aparece el miedo a hacer.
El pensamiento en profundidad te deja justo frente a la puerta, pero no la abre. Lo que la abre es aceptar lo que implica hacer y empezar. Ahí entra el cuerpo como herramienta de avance mínimo y sostenido. Cuando una decisión te supera, cuando un objetivo parece grande, cuando un deseo te asusta, no hace falta enfrentarlo de un salto. Hace falta rodearlo, acercarse de a poco, y probar una sola cosa: una acción pequeña que lo roce.
Por ejemplo, si sabemos que queremos cambiar de trabajo pero no lo hacemos porque tal vez nos abruma todo lo que implica, el tiempo que lleva buscar uno nuevo, el miedo a perder estabilidad, la incomodidad de volver a empezar… entonces no se trata de renunciar y lanzarse porque de otro modo no lo vamos a hacer nunca. Se trata de hacer espacio real en nuestro día para vivir ese deseo de cambio. Se puede empezar por actualizar el currículum, anotar qué tipo de tareas sí nos entusiasman, revisar perfiles laborales afines a lo que imaginamos. No se está tomando la decisión todavía, pero estamos ensayando el movimiento y tal vez ese pequeño paso nos dé la energía necesaria para seguir adelante.
O si el deseo es mudarse, pero lo que bloquea es la falta de dinero, la búsqueda, la organización… una acción mínima puede ser empezar a mirar alquileres, escribir los tres requisitos que tendría el lugar ideal, o simplemente contarle a alguien que lo estamos considerando. Así, aunque la decisión esté pero no se ejecute, estamos preparando el cuerpo para sostener esa decisión cuando llegue.
El cuerpo necesita hacer contacto con ese futuro posible antes de creer que puede. Y eso se logra con acciones tan pequeñas que parezcan insignificantes, pero que cargan intención. Aunque, es importante destacar que, tampoco se trata de hacer por hacer. Hay un mandato moderno que nos empuja a actuar sin saber para qué, que convierte el movimiento en valor por sí mismo, sin preguntarse hacia dónde, no toda acción es transformación.
A veces el movimiento desenfrenado tapa el miedo igual que lo hace el pensamiento circular. La diferencia no está en moverse o no, sino en el sentido. Una acción mínima y sostenida, aunque no resuelva nada, puede ser más transformadora que una explosión de impulso vacía.
La neurociencia lo sostiene: el sistema de recompensa se activa no cuando se logra algo, sino cuando se percibe avance. Ese avance, incluso imaginado, desencadena un circuito de motivación real. Las filosofías orientales también lo saben: la acción no se mide por su impacto inmediato, sino por su capacidad de alinearnos con lo que sabemos que necesitamos hacer.
Entonces, cuando estamos paralizados por entender demasiado, no intentemos calmarnos. Tampoco hay que resolver todo. Se trata de llevar a cabo una sola cosa que te ponga en movimiento.
Aprender como forma de reinicio
Otra buena forma de salir del loop del pensamiento es aprender algo nuevo. Suena simple, y lo es, pero no por eso deja de ser profundamente eficaz. Aprender algo nuevo no es solo sumar información o destreza. Es entrar en una relación distinta con el tiempo y con nosotros mismos. Es aceptar no saber, tolerar la torpeza inicial, dejar de lado por un rato la necesidad de entenderlo todo.
Cuando hay sensación de estar estancado, cuando ya se entendió más de lo que se puede procesar, aprender algo nuevo, por más mínimo que sea, reinicia el sistema. Podemos empezar un idioma sin intención de dominarlo, solo para saber pedir una dirección en otro país. Ver un documental sobre un tema que jamás exploramos, quizás aparezca una idea sobre algo que podamos llevar a otro contexto. Practicar una técnica artesanal, aunque no lo hagamos bien. Leer un libro de ciencia, economía o cocina, no importa el tema, importa cómo refresca la mente.
Porque el aprendizaje genuino desestabiliza el yo narrativo que se cuenta siempre lo mismo. Nos obliga a salir de nuestro personaje por un rato, nos pone en otro rol, con otras necesidades, expectativas, herramientas. Y eso, en medio de una parálisis por exceso de conciencia, puede ser revolucionario.
Además, un nuevo conocimiento activa redes neuronales nuevas, oxigena la atención, cambia el foco. Pero más allá de lo que hace en el cerebro, hay algo que hace en el alma: nos recuerda que todavía podemos transformarnos. Que no somos solo lo que pensamos, lo que nos pasó, lo que entendimos. También somos lo que hacemos con eso. Y lo que empezamos a hacer, aunque todavía no tenga sentido del todo.
Así que cuando no se sabe por dónde seguir, no busquemos una respuesta. Busquemos perspectivas distintas, una práctica nueva, un desafío chiquito, algo que no sepamos y pongamos el cuerpo ahí. Porque aprender, en medio del caos, es una forma honesta de esperanza.
- Insight es una palabra que se usa para nombrar esos momentos de comprensión profunda, casi repentina, sobre uno mismo o sobre una situación. Es cuando algo se vuelve claro de golpe, como si encajara una pieza que estaba perdida. En psicología, se lo considera un proceso clave para el autoconocimiento, pero no siempre implica transformación real si no va acompañado de una experiencia emocional o un cambio concreto. ↩︎
Deja un comentario